miércoles, 5 de agosto de 2009

Tras la puerta...

No sé qué fue lo que más me sorprendió: si el hecho de que alguien hubiera llamado a la puerta o descubrir quien lo había hecho. El sofocante calor que recorrió mi cuerpo al abrir la puerta, a pesar de haber nevado hacía un par de horas, no lo había causado ningún efecto del cambio climático sino la presencia del ser que tenía ante mí.

Hacía más de quince años que no veía a Carlos, desde que finalizamos nuestros estudios de Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma de Barcelona. Durante aquella época, nuestra relación había ido creciendo hasta el punto de llegar a ser algo más que amigos; pero durante el último año conoció a una mujer mayor que él y mucho más guapa e interesante que yo, de la cual se enamoró perdidamente y nuestra amistad, se enfrió.

Me sorprendió verlo tan cambiado y me fastidiaba reconocer que estaba mucho mejor que en sus años de adolescencia. Sus amplias facciones juveniles habían desaparecido. Aquellos inocentes ojos azules que yo recordaba llenos de esperanza e ilusión, lucían ahora más sabios e inteligentes. La madurez le confería una magnífica apariencia. Llevaba el cabello largo, sin observarse en él ninguna cana, cosa que no podría decir de mi propio cabello, tan plagado de aquellos horribles mechones canos que me hacían aparentar más edad de la que en realidad tenía.

-¿Qué te parece si me invitas a entrar?

Lo dijo con gran naturalidad, como si ayer mismo nos hubiéramos despedido en ese mismo umbral. Su voz era profunda y sus dientes blancos destacaban en una franca sonrisa que me dedicaba, mientras desviaba la mirada hacia el muérdago que había colgado sobre la puerta.

-¡Cómo no! -le respondí intentando ocultar tras la puerta el rubor que acudía con rapidez a mi rostro. Me aparté del umbral, asegurándome de permanecer lo más alejada posible del muérdago y abrí la puerta para que él pasara.

Carlos entró en mi apartamento observando con curiosidad cada rincón de la sala. Nunca me visitaba nadie y el ser ordenada no era una virtud que me caracterizara. Pensando que él querría acomodarse en el sofá, corrí a quitar las revistas que se hallaban esparcidas sobre éste y las coloqué de cualquier manera sobre el pequeño mueble del recibidor. Un par de jerséis desaparecieron con rapidez bajo mi brazo y hechos un ovillo, alcanzaron, con un vuelo, la superficie de mi cama. Cerré la habitación para que no advirtiera el desorden de su interior y carraspeé con fuerza (gesto que revelaba mi disposición nerviosa en ese momento y que, por desgracia, él conocía a la perfección).

En contra de lo que yo pensaba, Carlos no se sentó sino que se acercó a la chimenea y se agachó frente a ella para terminar lo que yo había comenzado. A él se le daba mucho mejor eso de encender chimeneas y a los pocos minutos las llamas crepitaban en su interior dando calor al lugar.

-¿Qué te trae a la Gran Manzana? -me oí preguntar.

-Tú.

1 comentarios:

Carolina dijo...

OOOyyyy!!! Mucho mejor que la vecina cojonera del piso de al lado. No le irá a pedir sal, no?

 

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